¿A que huele Nava de los Caballeros?

¿A que huele Nava de los Caballeros? 

Mucho podría escribir sobre las sensaciones que evoca en los sentidos el pueblo de mis ancestros: Nava de los Caballeros. Afortunadamente, de mí se requiere limitarme tan solo al olfato. Por un lado, eso me facilita muchísimo las cosas; por otro, inevitablemente, deja en mí la desagradable sensación de dejarme demasiadas cosas en el tintero.

En Nava se pueden hinchar los pulmones de aire fresco en tales cantidades que la caja torácica del urbanita se expande en ángulos que jamás creyó posibles. Entonces, es cuando los olores invaden no solo las fosas nasales, si no que atacan allá donde menos defensa tenemos: el recuerdo.

Nava huele a tierra recién arada, a esa tierra fértil que tantas generaciones trabajaron allá en el soto. Primero, con su propia fuerza y la de sus animales; luego, con máquinas que llegaron para facilitar enormemente sus quehaceres.

Huele a molucas escapando de entre los surcos, a cigüeñas dando cuenta de ellas para convertirlas en el sustento de sus polluelos, los cuales esperan pacientes en lo más alto del campanario.

Desde el puente se puede oler la humedad que irradia de las aguas cristalinas del Valdellorma, las cuales discurren sin prisa pero sin pausa en los últimos metros que les separa de morir en el Esla. Mirando su perezoso discurrir resulta difícil darse cuenta de lo engañoso de su apariencia, ya que en época de lluvias demuestra su poder, como atestigua el muro de tierra levantado en su orilla más próxima al pueblo.

Desde Santa Eufemia baja el olor del tomillo y de la Jara, desde San Pedro el de las hilagas y las escobas. Ambos frentes chocan maravillosamente en la plaza de la iglesia y traen el corazón del monte a cada uno de los portales de sus vecinos.

Al principio de este texto mencioné que los olores, a veces, también atacan a los recuerdos, y no mentía en absoluto. Si voy detrás de la iglesia y dejo atrás el cementerio donde descansan mis antepasados puedo encontrar un solar recién derruido. Poco queda allí más allá de montones de adobe y de escombros, pero os aseguro que si cierro los ojos la cosa cambia.

Si cierro los ojos y respiro hondo huelo a ovejas, a corderos recién nacidos, a botes de Zotal a medio usar. Huelo a perros pastores, huelo a la madera trabajada con esmero para fabricar una cacha, huelo a pellejos colgando de las vigas. A gallinas en libertad picando insectos.

La cosa no mejora si voy a casa de mis abuelos. Allí huele a roscas de sartén, a mantecadas, a aquel Cola Cao que mi abuela nos hizo creer que le daba de comer a las gallinas. Huele al barro del botijo que tantas veces fui a llenar al caño, a la lana de los cojines del escaño. Huele a la colonia Brumel que usaba mi abuelo, a la laca Nelly que usaba mi abuela, a las galletas María que guardaban en el zurrón para comer conmigo en el monte cuando íbamos con las ovejas.

Nava de los Caballeros huele a muchas cosas, pero sobre todo a trabajo, al sudor que gotea en la frente del labriego. Huele al pimentón y a la patata que acompañaban a las pulpadas que antaño reunían a todos sus habitantes en la plaza del pueblo, a la pólvora de los petardos que con tanta gracia tiran Damián y Floren por el simple disfrute travieso de ver a todos con el corazón saliéndoles del pecho.

Nava de los Caballeros huele a nostalgia por los que ya no están, a esperanza por los que llegan y a la alegría de quien sabe que la vida son dos días y hay que disfrutarla.

Fuente: Roberto Bayón López

Fotografía: Roberto Bayón López