"Evocar el paraíso perdido", por Jesús Díez Fernández
"Evocar el paraíso perdido", por Jesús Díez Fernández.
Como cada lunes, la sección "Senderos a lo alto" de Marina Díez sigue mostrando el homenaje literario de varios escritores a nuestra tierra y nuestra montaña.
Quién ha crecido en esta tierra valora en su memoria el tesoro que es. La recuerda con la belleza y la crudeza que la rodea, adornando su instantánea describiendo el camino emocional cruzado entre los niños que fueron y los adultos en que se transformaron. Puede que no lo hagan de una manera consciente, pero es así. Hoy nos encontramos ante las palabras de un niño de Sopeña que nos muestra el amor a su tierra desde la lejanía de la adultez.
- "Evocar el paraíso perdido", por Jesús Díez Fernández:
Regreso a un territorio trenzado en mi memoria por dos colores: el blanco de la nieve y el negro del carbón. Ahora cierro los ojos como un niño tumbado en el prado cuidando las vacas, y al abrirlos miro hacia el cielo y contemplo el filandón narrativo que dejan a su paso las diferentes formaciones de nubes. Todo ha huido a nuestro alrededor, escribo, canto y sueño las vivencias de un paraíso perdido. Viajo ligero de equipaje, subido en un vagón destartalado del Tren Hullero, entre los dedos llevo un billete de tercera clase, y descubro el lado oscuro de los recuerdos. Siento el placer de alejarme atravesando con lentitud maravillosa los valles y las cumbres de La Montaña con pueblos ateridos por el abandono, zonas mineras y campesinas que fueron ríos de cántico y salmodia, fructíferas cosechas para el Curueño, el Porma y el Esla.
Los que habitamos la geometría de esos manantiales, escuchamos el bronce de sus campanarios, llevamos en la mirada la llama de los faroles de aceite en los arguzos, no olvidamos la tristeza en el canto de los pájaros cuando eran retenidos en los fielatos. Nuestras palabras ocuparon la habitación prohibida de lo onírico, son la antífona de los últimos urogallos que el viento trasladará de un bosque a otro, y del otoño al resto de las estaciones. La distancia y el tiempo no borran el resplandor de esa trenza larga y blanca de la nieve, la pisamos desde niños calzados con las madreñas alzadas sobre los tarucos hechos de madera de roble. Ahora mis dedos exprimen la memoria y la deshacen como primavera literaria al escribir. Vuelvo a caminar por las metáforas de un territorio donde el vértigo es un balcón abierto, una presencia, un alarido de invierno en el paisaje interior que no se han comido los lobos.
De niño me inicié en un ritual: Por las tardes, después de salir de la escuela entraba en la huerta cercana a nuestra casa de adobe y piedra. Me asomaba al pozo artesiano, en el fondo veía reflejada la imagen de mi rostro, hasta que lanzaba un guijarro, rápidamente tiraba de la soga puesta en la roldana, tratando de subir el caldero de zinc lleno de agua.
Quería adivinar el mensaje de aquel espejo removido, donde se reflejaba mi rostro borroso en círculos concéntricos. Me sigo asomando a un pozo artesiano, y mis ojos son hondas de pastor, lanzan piedras, palabras, soledades, pasiones de bailes y corros de aluches, elegías en los molinos varados, viajes de lo que fuimos y somos, cantos de los arrieros y de las herrerías, silencios de cantinas con mostrador forrado de hojalata sobre el que duerme el corazón de las balanzas, hoces contra las zarzas que enmudecieron las bocas y las galerías de las minas. Escribir es tal vez inventar la vida y sólo así poseerla. Lanzar una y otra piedra sin parar, hasta el horizonte, y rescatarlas de ese pozo del que se adueñó la noche. Escribir es evocar a las estelas que nos orientan en la orfandad del regreso, siempre buscando los paraísos perdidos.
Fotografía: Sopeña de Curueño
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