Diario de Valderrueda
Un taller especial
jueves, 28 de marzo de 2024, 17:47
OPINIÓN - CULTURA

Un taller especial

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Un taller especial...Por Concepción Hernando.


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Hace muchos años, llegué a un pueblo retirado de montaña y, por circunstancias que no vienen al caso, me quedé sola y sin trabajo. Pensé que era el ser más desgraciado, pero la suerte hizo que apareciera un grupo de personas, cuya frescura y espontaneidad convirtió aquella época en una de las más felices de mi vida.


     Todo ocurrió porque necesitaba un empleo y vi una oferta en el tablón de anuncios del Ayuntamiento. Como mi formación encajaba con el perfil que buscaban, me presenté al puesto y lo conseguí.


     «Es un taller especial», comentó la trabajadora social al verme firmar el contrato. Ella y el concejal de cultura habían sido los promotores de la idea y estaban orgullosos de que por fin se llevara a cabo. «Esta gente lo ha pasado mal —dijo el concejal—. Son jóvenes, pero hasta ahora no han tenido oportunidades, al menos aquí. Yo los quiero como si fueran hijos y sé lo que valen, por eso no me gusta pensar que se pasan el día  en casa o por la calle sin saber dónde ir». Ante mi gesto expectante, la trabajadora social añadió: «Lo de la “discapacidad”, vamos a dejarlo; te sorprendería la capacidad que tienen y cómo pueden adaptarse a algunas tareas a pesar de sus aparentes dificultades».


     Al primero que conocí fue a Pablo. Todavía estábamos viendo las instalaciones del local, cuando irrumpió saludando con un chorro de palabras que tuve que pillar al vuelo.

     No supimos cómo se enteró de que estábamos allí. Más tarde comprendí que sus ojos azules eran como un radar. Eufórico, empezó a dar vueltas entre las mesas de trabajo para elegir sitio. Después fue indicando dónde se sentarían cada uno de sus compañeros y compañeras, cuyos nombres y apellidos recitaba perfectamente. Tampoco supimos quién le había dado esa información.


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     El jaleo que armó Pablo atrajo a Lola, la segunda persona del taller que conocí, que vivía enfrente del local y siempre estaba sentada en la puerta de su casa. Entró muy enfadada, también hablando por los codos, pero bajito, como murmurando. «Como. agarre a ese, le doy p’al pelo», entendí que decía.


     Al día siguiente, a la hora fijada y puntuales, llegaron los demás. Formaban un grupo de cuatro chicos y tres chicas que me miraban extrañados al verme correr. Era tarde; me había retrasado porque en el último momento no encontraba las llaves del local.


    Después de las presentaciones y de mis disculpas por la tardanza, Damián, un chico serio que se movía recto apoyado en un paraguas, se ofreció como portero para que yo quedara descuidada. Lucía, una muchacha de tez brillante que hacía honor al nombre, asintió al nombramiento. Era lo mejor. Los demás la secundaron.


     Y así empezó nuestra aventura. En el local nos esperaban pilas de plantillas de cartón para montar cajas. Trabajaríamos para una empresa textil de la zona.


     Pero tras un mes de empeño en dejar las cajas perfectas, llegó el aburrimiento. La primera en mostrarlo fue Lola, que rezongaba soltando palabrotas cada vez que una caja se le torcía —¡lo que podía salir por la boca de aquella carita redonda y ojos achinados!—. Los segundos fueron los mellizos, Luis y Rita, que esperaban a que Lola se revolviera para lanzarse sobre ella y abrazarla.


     El abrazo de los mellizos era famoso. Luis abordaba de frente al incauto que se dejara, sonriendo, con los brazos abiertos, a la vez que su hermana lo sorprendía amarrándolo por la espalda para decirle lo mucho que lo querían. Los mellizos querían a todo el mundo y con ese abrazo compartido podían paralizar a cualquier ser viviente. Pero lo que más les gustaba era meterse con Suso, que era una mole de un metro noventa que se había adjudicado a sí mismo el papel de guardaespaldas mío y del resto del taller. Inmovilizarlo se convirtió en un atractivo reto para ellos, puesto que eran delgaduchos y apenas medían metro y medio.


     Suso aguantaba achuchones de los mellizos e improperios de Lola, pero fuera del taller alardeaba de continuas lesiones en el quinto dedo de la mano derecha. Por dar puñetazos.


      Como lo de las cajas no nos proporcionaba el mínimo interés, poco a poco, el personal al completo fuimos dándole otro uso. Lucía empezó a pintar flores sobre los cartones.

Damián a recortárselas con forma de figuritas. Suso apilaba cajas cerca de la puerta a modo de muralla defensiva. Lola y los mellizos se tiraban con ellas como si fueran aviones. Así estaban las cosas cuando un día Pablo, no aguantando más, desapareció.


     Volvió acompañado de la mujer del concejal, Maribel, que era pintora y artista y, al ver nuestra creatividad, no dudó en poner a nuestra disposición sus servicios como mentora.


      En realidad, quien la conquistó fue Lucía con sus flores. Enseguida se vio exponiendo cuadros junto a ella, las dos famosas, recorriendo las mejores salas.


      A Damián le trajo paneles y una sierra de pelo. No se confundió. Desde el principio, el chico manejó la sierra con pasmosa destreza. A los demás les asignó la tarea de trenzar mimbre para fabricar cestas, bandejas y adornos variados. De esa forma decidimos olvidarnos del embalaje y dedicarnos al arte de verdad.


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      Pero necesitábamos dinero para hacernos con más lienzos, mimbres, paneles…Llegaba la Navidad y se nos ocurrió que el Ayuntamiento nos organizara una rifa y un mercadillo para vender nuestras obras. Con lo recaudado en el sorteo podríamos comprar materiales. Aunque todavía teníamos muy pocas obras, lo importante era arrancar. Lo hicimos con el sorteo.


      Intenté repartir equitativamente los talonarios, pero Pablito no me dejó. Los agarró todos, excepto uno, y corrió a la calle sin atender a más consignas. A la hora, regresó con las matrices vacías y un montón de monedas que me entregó.


      Quien no se dejó robar su taco fue Damián, que de un paraguazo automático paralizó los dedos de Pablito cuando intentaban agarrarlo. Además de ser portero, Damián parecía el jefe, aunque nadie le hiciera caso. Le encantaban el orden y la precisión —a pesar de que en su ficha rezara que padecía una afección desorganizada—, como lo demostraba el empeño que ponía en convertir la madera en auténticos jardines de filigranas. Pero Damián no se había guardado sus boletos para él, sino para dárselos a Lucía, ya que notó que la chica se había quedado triste al ver volar su talonario entre las zarpas de Pablito.


      Es que a Lucía también le hacía ilusión vender. Presumía tanto de sus lienzos de flores, que ni la hemiplejia ni la sordomudez le impidieron parar a la gente y hacerse entender con su voz entrecortada para despachar rifas. Fue tan persistente, que también acabó con ellas en un solo día.            


     Nada más disponer de materia prima, a los mellizos y a Lola les dio por trenzar mimbre a destajo, compitiendo con Suso  —que solo hacía cestas grandes, porque él era grande, decía— para ver quién acababa antes, enzarzándose así en discusiones que solo Lucía sabía calmar. Lucía con su calma  y Damián con su orden parecían repartirse el mando del taller. Muchas veces les sorprendí a los dos sonriendo y mirándose de reojo, por eso se me ocurrió lo bueno que seria tomarnos todos un día de fiesta para hacer alguna excursión. ¡No todo iba a ser trabajar! Pero también necesitaríamos dinero para eso.


      Y llegó el gran día. Cargados con nuestros obras de arte, nos presentamos en el puesto habilitado por el Ayuntamiento. Allí nos recibió el concejal de Cultura, quien nos saludó a todos pasándonos la mano de forma brusca por la cabeza, a la vez que nos pellizcaba los mofletes. Con Suso no se atrevió.


       Al rato llegó Maribel que, al vernos tan despeinados, agarró un cepillo y nos lo pasó también por el cabello. Lola no pudo más y protestó a gritos : «¡Leches ya! ¡Dejadnos en paz los pelos y vendamos de una puñetera vez!». Y, dirigiéndose al público: «¡A ver, ¿vais a comprar o qué?!»


       La gente de alrededor, que no acababa de acercarse, acudió a fisgar ante el insólito reclamo de la chica. Pablo aprovechó la oportunidad y, como un feriante a través de un micrófono averiado, continuó la llamada vociferando y agitando al personal de uno y otro lado para que se acercaran.


       Todavía con los carrillos rojos, mitad por la vergüenza debido a los improperios de Lola, mitad por los pellizcos del concejal, comenzamos la venta. Para nuestra sorpresa, cestas, cuadros y obras de marquetería empezaron a desfilar ante nuestros ojos en poder de un público que se deshacía en elogios.


       La venta fue como la seda. Al acabar la jornada se había despachado todo. La caja de caudales rebosaba. Damián contó el dinero bajo la tierna mirada de Lucía y se lo entregó a la chica para que lo llevara en su bolso. Al enterarse del pastón, los mellizos bailaron, Lola soltó una retahíla de tacos, Pablito se inspiró programando excursiones maravillosas y Suso se colocó en la puerta por si aparecía algún ladrón.


      Y pudo ser que lo presintiera, porque al abandonar el puesto con el dineral en poder de Lucía, un transeúnte malintencionado, que nos debía de haber estado vigilando, chocó adrede con ella, le arrancó el bolso de cuajo y salió corriendo.


      De inmediato, Lola profirió tal cantidad de insultos que alertó a los mellizos, quienes rodearon e inmovilizaron al desdichado caco, con lo que, según lo atiborraban a abrazos y pregonaban lo mucho que lo querían, Suso pudo propinarle uno de sus famosos guantazos para hacerle saltar un diente.


      El hombre, medio atontado, intentó huir, pero Damián le puso la zancadilla con el paraguas  y, ya en el suelo, Lucía le estampó en la cabeza uno de sus espectaculares lienzos de flores, a la vez que intentaba colocarle a la fuerza el diente roto. A continuación, Damián recuperó el botín y lo inspeccionó de una ojeada. «Todo en orden», anunció solemnemente.


     Confundido, el ladrón luchaba por desprende de los mellizos suplicándoles que lo soltaran. Pero no había manera. ¡Lo querían tanto...! El infeliz solo respiró aliviado cuando vio aparecer a un policía en compañía de Pablito. A nadie nos extrañó que el chaval consiguiera localizar al agente en tan poco tiempo. Era su don.


     El responsable de la ley se llevó al atracador y nosotros nos retiramos felices a celebrar el merecido triunfo. ¡Un día perfecto! Superado con éxito el negocio, no existía obstáculo que se nos resistiera.


     Sentados en la cafetería del parque, todavía pletóricos por la dulce adrenalina de la experiencia, saboreábamos al unísono sucesos, refrescos y golosinas. Y mientras reíamos y jugábamos a repetir la historia robándonos unos a otros las chucherías, la gente pasaba por delante y, al vernos, chismorreaba y nos saludaba con admiración. Yo me sentía orgullosa de ser la monitora de un taller tan singular.


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