Diario de Valderrueda
Anticuentos de Navidad
viernes, 19 de abril de 2024, 09:11
OPINIÓN - NAVIDAD 2022

Anticuentos de Navidad

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Anticuentos de Navidad...Por Lucía Prieto Fariñas.


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Era una mañana bastante fría a pesar de que el sol brillaba tan intenso como la luz de las salas de espera de los hospitales. Y lo digo por experiencia propia, porque hacía pocos meses que el abuelo nos había dejado entre terribles dolores y palabrería sin sentido. Fue terrible ver como susurraba a las enfermeras con palabras inventadas que sonaban como extraños idiomas de la antigüedad. Y por eso iban a ser tan difíciles los siguientes días, porque todos los primos nos habíamos puesto de acuerdo para pasar las Navidades en la casa familiar antes de vendérsela a una empresa de turismo rural. Era una verdadera lástima que todos los recuerdos que empezaron cuando el abuelo la compró, con tanto esfuerzo, se fueran a perder publicados en agencias de viajes, pero ninguno teníamos el tiempo suficiente como para hacernos cargo de ella. Así que decidimos que estas Navidades iban a ser el homenaje a nosotros y a nuestras raíces. Nunca pensamos que cuatro paredes pudieran acoger algo tan maligno.


Cuando entré en casa, fue como si la nostalgia se comiera a la realidad para introducirme en la película de mi infancia. Todo estaba igual que siempre, pero la ausencia del abuelo se respiraba a través de esa fantasía color de rosa. La que peor lo estaba llevando era mi prima María, pues había estado más unida que nadie al pueblo, por eso, para alegrarla, decidí que sería buena idea decorar la casa como siempre nos había gustado hacerlo: en familia. Subimos a la habitación del abuelo a buscar las cajas con los adornos y, justo antes de abrir la puerta, sentimos una oleada de una sensación nauseabunda. Miré a mi prima María y la descubrí del color de las cortinas, por eso decidí quitarle importancia al asunto y atreverme a hurgar en el viejo arcón de madera chirriante de la esquina de la habitación. En la pared de encima del arcón se vislumbraba la sombra del crucifijo que había estado colgado durante años, hasta que, debido a su enfermedad, el abuelo comenzó a sufrir alucinaciones constantes con él, hasta el punto de tener que retirarlo. Dentro del mueble encontramos una gran caja de decoración al lado de unos curiosos libros llenos de símbolos geométricos.


Ya en el salón desempolvamos el contenido de la caja para descubrir que allí se encontraban las figuritas artesanales del Belén que tantas Navidades nos habían alegrado. Junto con mi otra prima, Marta, montamos el pesebre, construimos un río de papel de aluminio y ordenamos a los pastores y demás figuras. La estampa no podía ser más entrañable, tres primas unidas en la casa familiar montando un Belén. Solo faltaba colocar el ángel de la anunciación, así que me dispuse a coronar la faena cuando me llevé la más desagradable de las sorpresas: a la figura de aquel angelito se le había derretido la mitad de la cara, y me miraba con su solo ojo descolorido por el paso del tiempo fijamente, como los tiburones, y su media sonrisa partida parecía que quería gritarme y burlarse de mí, y el tacto era grasiento, asqueroso, y sobre todo, algo grotesco. Pero como no podía justificarse la existencia de un Belén sin el ángel, lo coloqué junto a los pastores con todo mi malestar.


El día transcurría sin mayor novedad. Allí nos encontrábamos al calor de la cocina de carbón acabando la comida que había preparado Inés, hermana de María y otra de mis primas. En el momento en el que tuve ganas de ir al baño, crucé el pasillo por delante del Belén cuando noté que algo estaba ligeramente distinto. Pregunté desde el corredor si alguien había movido alguna de las figuras. Aunque la respuesta fue negativa, dudo mucho que alguien tuviera semejante mal gusto como para poner a dos pastorcillas en mitad del río como si se estuvieran ahogando. Las coloqué en su sitio antes de ir al servicio, pero cuando crucé delante del Belén para volver a la cocina, las pastorcillas habían regresado a ese meandro plateado brillante, boca abajo. Cabreada y disgustada, me disponía a discutir con mis primas por lo impropio del asunto en el momento en el que oímos a una de las vecinas gritar desde la calle. Salimos, alarmadas, a preguntar qué había pasado y por poco me desmallo. Habían encontrado a las hijas pequeñas de una de las vecinas flotando, boca abajo, en el río.


Ya de regreso en casa, consternadas, no me atreví a mencionar el incidente de las figuritas que recreaban de manera demasiado fiel el accidente de esas pobres niñas. Pensando que todo había sido producto de mi imaginación, me acerqué a comprobar que mi subconsciente me la había jugado, pero no, las pastorcillas seguían muertas en el río. No solo fue macabro ese hallazgo, sino que pude comprobar que todas las figuras de perros que habíamos colocado estaban concentradas en una misma esquina, al lado del lechero del portal. Salí de la casa corriendo lo más rápido que pude para advertir al lechero, aunque mi esfuerzo fue inútil, pues llegué y lo único que encontré fueron unos cuantos sabuesos gimiendo, cubiertos de sangre. Traumatizada y confundida como estaba, regresé a mi casa con la intención de llorar en la cama hasta que se acabase el día. Pero la pesadilla no daba tregua, y cuando volví a mirar el Belén me fijé en que una de las construcciones que imitaban a un pajar se había derrumbado sobre unas cuantas figuras. No tuve tiempo ni de abrir la boca cuando escuchamos un terrible estruendo que provenía del otro lado de la calle.


Todo el mundo achacaría el accidente a la carcoma y las enfermedades típicas de las casas viejas, pero yo sabía cuál era la verdad, por eso decidí levantarme a media noche y desmontar todo el Belén. Tras guardarlo en la caja, lo llevé al patio trasero donde lo rocié de gasolina y lo vi arder hasta que solo quedó ceniza. La sensación de satisfacción solo duró hasta la mañana siguiente cuando, al ir a desayunar a la cocina, vi todas las figuritas colocadas en el mismo mueble del que las había quitado hacía unas horas. No había ni rastro del paso del fuego por ellas, estaban todas intactas, a excepción de ese ángel amorfo. Comprendí que, si no podía destruir el origen del mal, al menos podía intentar que no cometiera más crímenes, por eso me dispuse a montar guardias en frente de las figuras, para alertar a quien correspondiera en el momento en el que sucediese algo raro. Pronto me convencí de que estaba lidiando con una conciencia maligna, porque durante horas y horas que no despegué la mirada del mueble, no pasó absolutamente nada. Lo único que estaba ocurriendo era que cada vez tenía más y más sueño. Los cabeceos eran inevitables y la tentación de cerrar los ojos, infinita. Estoy convencida de que fueron apenas unos segundos en los cuales me dormí. Para cuando desperté sobresaltada por el sentido de la responsabilidad, tres figuras habían cambiado.


A tres figuras de mujercitas les faltaba la cabeza, y me temí lo peor. Por puro instinto, subí a buscar a mis primas para encontrarme aquel escenario infernal. Las tres tenían la cabeza machacada por algún tipo de objeto pesado que no llegué a encontrar. Estaban las tres colocadas seguidas, con una posición impropia para la naturaleza humana. Como si algo las hubiera manipulado a propósito para crear una danza de muerte en mi propia casa. Sin poder aguantarlo más, cogí las llaves del coche y me marché. No podía soportar el hecho de no entender qué estaba sucediendo y por qué a mí. La gente del pueblo, mis primas. Todas esas maneras de morir brutales y horribles. Las niñas ahogadas, el lechero siendo comido vivo por bestias, los vecinos sepultados y traicionados por su propia casa, y mis primas brutalmente mancilladas, con sus cuerpos retorcidos y tirados en el suelo. Solo quería llegar a la ciudad y refugiarme en mi casa. Solo quería llegar y estar a salvo de aquella mirada tuerta y malévola, pensaba, mientras frené en seco. Si yo era la única que sabía lo que estaba sucediendo y no quedaba nadie para vigilar el Belén, esos actos terribles seguirían sucediendo y yo no podría vivir con el cargo de conciencia de haber abandonado a los míos. Por eso di media vuelta y regresé a la casa del pueblo, para evitar más muerte.


Al entrar en casa el desconcierto fue mayúsculo, pues todas las figuras del Belén habían desaparecido. No había ni rastro de los cuerpos sin cabeza que habían sido el preámbulo del fin de mis primas. Tampoco estaba el río, como si nunca lo hubiéramos colocado en forma de S. Ni los perros, ni el portal, ni la estrella. Todas las figuras del Belén se habían esfumado, excepto dos. En el centro del mueble se encontraba una pastorcilla que me parecía como si estuviera sufriendo, llorando incluso, con una mueca parecida a la que se estaba dibujando en mi cara al notar que, justo detrás de la pastorcilla se encontraba el ángel de la muerte, diabólico. Un escalofrío gélido me recorrió la espalda sin poder apartar la mirada de aquella media cara cicatrizada en una sonrisa oscura. No me hacía falta conocer qué era aquello para saber que era la cara destrozada por el mal. Tampoco me hizo falta darme la vuelta y ver lo que respiraba detrás de mí, mientras su risa demoniaca arañaba mis entrañas como arañaba la voz del abuelo mis tímpanos justo antes de morirse. 


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