Premio literario "El cántaro a la fuente" de Celadilla
En el último número de El Badil se hace eco de la resolución del certamen de relatos cortos “El cántaro a la fuente” de la localidad paramesa de Celadilla, el escritor ganador es Armando Guitierrez y estoy deseando leer su relato. Mientras esperamos su presentación comparto con vosotros este relato que he escrito en honor al certamen y que titulé con el mismo nombre. ¡Ojalá más iniciativas como esta!
El cántaro a la fuente
Camina, corre todo lo que puedas hacia la fuente y apacigua nuestra sed. Aquí eres muy necesario ¿No ves que ese es tu cometido? Sírvenos. Qué más da si por el camino tropiezas y te rasguñas; te ponemos una tirita y ya está, dudo que te duela.
Hoy la abuela decidió transformarte, casi no te reconozco con esas filigranas que te tatuó. Aunque debajo de la pintura, si me detengo, te recuerdo bien y continúo apreciándote tal y como eras. ¿Qué necesidad nos remueve en ocasiones a querer cambiar nuestra apariencia? No debiste dejarte perpetrar tal aberración. Mira mamá sin maquillaje, lo guapa que se ve.
Ahí estás, en la mesa, esperando para comer justo al lado de la silla vacía de mamá. No me quiero ni imaginar el espectáculo de gritos entre la abuela y ella cuando vea cómo te ha dejado invadido de coloridos potingues. Puede que entiendas que estás más agraciado pero qué va. Entre tú y yo, estabas mejor antes. Con un poco de suerte, mamá no podrá limpiarte bien y después del almuerzo se acabarán tus paseos por el pueblo relegado a no salir de casa por la vergüenza de que os vean juntos. Te quedarás ahí, junto a la alacena, como el tío Tomás, que desde que murió la tía Lucinia vive con nosotros vagando por la casa como alma en pena. Está casi más pálido que tú. Igual esos polvos que te echó la abuela para oscurecerte le vendrían mejor a él.
También la abuela… Podría haberos puesto al sol sacando unas sillas a la puerta de casa, os haríais compañía y la luz os teñiría sin necesidad de productos extraños. Ahora, Tomás no es lo más raro de la casa. Antes lo era yo por ser demasiado inteligente para mi edad y no gustarme jugar con los demás niños del pueblo. Sus pensamientos son demasiado soeces y no se les ocurren más que bobadas. Últimamente, voy a La Era con ellos, pero solo porque mamá me obliga. Dice que «un niño debe de estar con niños y jugar con niños», asique me entretengo adiestrándoles para que me ayuden con mis planes de mejora del pueblo y saboteamos al señor cura en cada ocasión que nos brinda. No está bien que se meta con mamá por no estar casada; eso no la convierte en peor persona, ni a él en mejor solo por el hecho de ser un «bendito». Continúa el señor alcalde convencido de que fue la maestra quien inundó de pintadas la casa del cura por la noche. Cierto es que mi caligrafía es perfecta, incluso para imitar las de otros. También cree el alcalde que la desaparición del burro tiene que ver con la marcha del herrero. Nada más lejos de la realidad; eso sí, las monedas que le metimos los guajes al herrero en la alforja sí eran del señor cura. El burro lo tenemos retenido en el pajar del tío Tomás; nadie pasa por allí, y es un buen rehén. Nunca se sabe cuándo lo podremos necesitar como moneda de cambio.
Tú, de todo esto que te cuento, ni una palabra a mamá. Porque entonces tendría que tomar medidas también contigo y no solo con el cura.
Parece que hoy comemos solo con los abuelos. La mesa está plagada de platos de temporada. La perola a rebosar de callos con garbanzos es un lujo que nos permitimos muchas veces a lo largo del mes. Cómo se nota que ya terminamos la matanza. Mañana quizá sean alubias con chorizo. Y por la noche toca chanfaina, que la hogaza de pan ya empieza a ponerse dura. Adoro ver la casquería flotando con el pan y el huevo en el caldo.
Este año el abuelo y el tío Tomás no me permitieron participar más que recogiendo la sangre de los gochos con cubos. Tan solo acerté a escuchar los chillidos de los gochos desde mi habitación mientras leía a Julio Verne. ¿Por qué mamá no me hará caso? Yo ansío a leer a Poe.
Fíjate, ahí me habrías venido bien. Contigo, seguro que hubiera podido cuajar la sangre. Pero nada. Me enviasteis a mi cuarto intentando conservar mi inocencia, la del niño que soy, esa que hace tiempo desapareció. No os dais cuenta pero cavilo como vosotros. En los filandones reconozco los dobles sentidos, soy uno más.
A veces, con el abuelo me río de ti. Pero con cariño, no te equivoques. Esa barriga regordeta nos recuerda a la de una peonza y nos imaginamos cómo la abuela te da vueltas en el caño de la plaza ante la expectación de todos los vecinos que aplauden tal proeza. El abuelo baila usando su cuerpo como eje de giro con las manos agarrando su cadera hasta caer exhausto en el escaño, muerto de la risa y muy mareado.
En otras ocasiones, es mamá quien me cuenta cómo llegaste a casa. Ella, que se enamoró de ti desde el instante uno en que te advirtió en aquella tienda de un pueblo de León –Jiménez de Jamúz me parece que se llamaba–. Desde entonces, no te has separado de ella, fiel compañero de viaje. Noto cómo mamá te guarda un cariño especial. No es la primera vez que pienso en ponerte la zancadilla y que te caigas por la escalera rompiéndote algo para poder perderte de vista. Lo que pasa es que luego pienso en ella, en lo triste que se sentiría cuando ya no estés en casa, en el sopor que tendríamos que pasar hasta encontrarte un sustituto y entonces me contengo.
–Alto y blancucho, así me gustan –dice mamá con orgullo cuando te coge por el brazo y presume paseándoos por el pueblo. Qué disgusto se va a llevar cuando te vea. Cómo te ha dejado la abuela…
A mí no me luce así, y eso que me engalana con esos pantalones de pana a media pierna y los jerseys que me teje sacados de las revistas más vanguardistas. Ni por esas. Es como si fueses en esencia de primera necesidad y, a la vez, de lujo, y yo un estorbo al que cuidar. Pues se equivoca, porque el frágil eres tú y cualquier día me armo de valor y se lo demuestro. Si es que hasta el gesto de llevarse el pulgar a la lengua para limpiarte lo realiza con mas desparpajo que cuando me quita la legaña que se le coló al lavarme la cara por la mañana antes de dejarme a la puerta de la escuela. Ni el relamido me permites.
No digo que con tu buen hacer no ayudes a esta familia. Sin ti, las épocas de calor se tornarían insufribles. Mamá es como un hornillo y en esos días no la quiero tan cerca. Ahora bien, un manifiesto de prioridades sobre quién es más importante en casa no nos vendría mal. Soy un chico inteligente pero parece que mi mente se trastoca transformándome en psicópata al percibir el amor que ella siente hacia ti. Puede parecer enajenación; si siento esto por un cántaro, ¿qué ocurrirá si ella regresa un día a casa con un hombre?
Tú mantienes el agua fresca y me evitas el dar paseos hasta la fuente cada vez que tengo sed; a quien viniera en esa otra tesitura ya le habría dado matarile.
–¡Pero qué le habéis hecho al cántaro! –grita mamá con la cara deformada por el dolor de esa visión inesperada.
Bueno... Ya la tenemos montada. Ahora fingiré ser un niño bueno, ese que mamá quiere tanto, y saldré en tu auxilio, mal que me pese.
–Fue la abuela, mamá. Pero tranquila –qué bien se me dan las escenas dramáticas–, acudiré con el cántaro a la fuente para limpiarle la pintura, a ver si con un poco de suerte se quita.
No puedo evitarlo. Aun sin querer hacer daño a mamá, pues nunca he deseado su sufrimiento, el sentimiento negativo que me nace hacia ti es demasiado poderoso. No distingo si son celos o envidia. Ni siquiera conozco bien la diferencia entre ambos, pero si consiguiera sustraerte la pintura y, de paso la esencia que encierras, mi madre dejaría de ser esa cándida alma de cántaro embobada por un trozo de cerámica y volvería a ser la madre atenta y candorosa que siempre he deseado tener.
Fuente: Marina Díez Fernández
Fotografía: El Cantaro a la fuente
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