"El Tesoro de los caballeros", por Roberto Bayón López
"El Tesoro de los caballeros", por Roberto Bayón López.
Como cada lunes, la sección "Senderos a lo alto" de Marina Díez sigue mostrando el homenaje literario de varios escritores a nuestra tierra y nuestra montaña.
El tesoro de nuestra tierra son los recuerdos que creamos en ella y que prevalecen en el tiempo en instantáneas tomadas por nuestro alma. Siéntate y visualiza las polaroid que Roberto fotografía de Nava y sus abuelos, y que todos podemos sentir nuestras si cambiamos el nombre del pueblo por el propio, en mi caso Sopeña.
"El Tesoro de los caballeros", por Roberto Bayón López:
El coche de mis padres tomó la curva que llevaba, según aquel cartel oxidado, a La Ercina y a Sotillos como tantas y tantas veces.
A lo lejos se intuía un pequeño pueblo anidado entre dos altos. Por un lado, pegando al pueblo, se erguía orgulloso el alto de Santa Eufemia, al otro lado, atravesando el río Valdellorma, vigilaba el alto de San Pedro.
“Nava de los Caballeros”, leí a modo de saludo del cartel que anunciaba el comienzo del pueblo.
Lo que ocurría hasta llegar a ese punto formaba parte de una especie de ritual: la salida de León, el paso por el Puente Villarente y mi mirada atenta al Porma intentando ver alguna trucha, Villafañe y las historias acerca de sus fiestas que me contaban mis primos y mi hermana, Mellanzos y la sensación de soledad y de aislamiento que me transmitía, Casasola y mi decepción al ver que el pueblo tenía más de una casa, Cifuentes con su algarabía y ,finalmente, ese túnel que se forma antes de tomar el desvío hacia Nava formado por aquellos viejos árboles que crecen a ambos lados de la carretera.
Lo que ocurría a continuación también era un ritual, nos recibía mi abuela Nati y después de las carantoñas de rigor le preguntaba dónde estaba mi abuelo. “Marchó con las ovejas a San Pedro” me dijo aquel día, y acto seguido me hizo entrega de un zurrón que contenía un termo con café con leche, un paquete de galletas María y unas tazas.
Enfilé el puente medio derruido que cruzaba el Valdellorma y que era un recordatorio tangible de que aunque pudiera parecer un río manso a veces se ponía bravo y era capaz de arrasar con todo lo que se le pusiera por delante. En la ladera del alto de San Pedro no tardé en vislumbrar el rebaño de mi abuelo Chule, que era como le conocían en el pueblo.
Cuando llegué, y después de no pocos besos y abrazos, mi abuelo buscó un lugar resguardado donde pudiéramos sentarnos, el tiempo era húmedo y se escapaban algunas gotas de lluvia, así que con su navaja improvisó una pequeña hoguera con hilagas secas que encontró en los alrededores y empezamos a degustar aquel café con galletas.
En un momento dado no pude evitar reparar en una especie de pequeña muralla de piedra que parecía querer librarse del olvido impuesto por la maleza y le pregunté a mi abuelo si sabía que era eso.
“Eso era un monasterio que se construyó hace muchos años, por aquí hay monjes enterrados” entonces sin previo aviso vino a mi mente la historia que había oído de boca de alguien del pueblo que situaba el origen del mismo en tres caballeros que llegaron a la zona hace muchos siglos, ¿serían templarios?
Entre la historia de los caballeros y la revelación que me había hecho mi abuelo mi mente infantil se pobló de historias épicas medievales, ¿acaso habría algún tesoro escondido en algún sitio?, miré a mi abuelo y fui directo al grano: “Abuelo, ¿hay monedas de oro enterradas aquí?” la respuesta de mi abuelo me dejó de piedra: “Igual si, a veces mientras la gente está arando estas tierras salen anillos y monedas que dicen que si son Romanas”.
Mis ojos se abrieron como platos y pasé los meses siguientes buscando aquel tesoro, busqué y lo máximo que logré encontrar fue una herradura oxidada de datación incierta que me llevé a casa como si de un trofeo se tratara.
Pasaron los años y ese oro nunca apareció, poco a poco me fui olvidando de esa historia, crecí, me volví adulto, mis abuelos partieron a mejor vida, primero Chule y muchos años después mi abuela Nati.
Hoy, mientras pensaba en ellos me ha venido a la mente esta historia largamente olvidada, y me he dado cuenta de una cosa, el tesoro ya estaba en mi poder, era rico y no lo sabía pues mi mente infantil poco sabía entonces de la añoranza. Fui millonario desde el momento que empecé a albergar recuerdos de aquellas calles, de aquella casa blanca, de aquel matrimonio, de aquellos cafés cuyo sabor especial no dejé nunca de buscar, pero sin éxito.
El tesoro de los caballeros eran mis abuelos y ni todo el cargamento de oro traído de tierra santa o de las mismísimas Américas podían igualar su valor, ni siquiera acercarse.
Hoy su legado y sus historias siguen vivas en mí y me encargaré de que pervivan en las generaciones venideras, quien sabe si algún día alguien mirando el atardecer desde Santa Eufemia o desde San Pedro pensará en mí y se sentirá igual de afortunado.
Fuente: Marina Díez Fernández - Roberto Bayón López
Fotografría: Valeriano Martinez_Puente