La fiesta del pueblo
La fiesta del pueblo.
Barrieron la bolera, realizaron los últimos retoques de la nave donde se realizarían actividades e incluso el baile, limpiaron la ermita y a San Tirso lo dejaron impoluto...Por Marien Del Canto Fernández.
Todo estaba organizado para la fiesta del pueblo. El broche perfecto del final de verano. Barrieron la bolera, realizaron los últimos retoques de la nave donde se realizarían actividades e incluso el baile, limpiaron la ermita y a San Tirso lo dejaron impoluto.
El caso es que, según los meteorólogos, el tiempo no iba a ser favorable. Se habían anunciado copiosas lluvias y bajada de temperaturas durante el fin de semana. Solo quedaba fiarnos de lo que la tradición rezaba: “El santo respeta el tiempo en la celebración eucarística”, decían los más ancianos del pueblo.
Los primeros indicios dejaban caer contadas gotas de manera constante. Los cuerpos se resentían por el frío imprevisto llegando a temblar. Los hogares encendieron la chimenea con una caudalosa lumbre a donde nos acercábamos para calentar las manos.
La noche transcurrió lloviendo copiosamente, el aire se entremetía entre las rendijas de las ventanas. El amanecer no mejoró, este seguía con la continuidad del día anterior.
Había llegado el día grande sin mucha expectativa de fiesta. La ropa de gala destinada a este evento calculado por años anteriores calurosos, ahora era imposible de poner, no cuadraba para nada con la temperatura. Todos mirábamos al cielo buscando clemencia o un rayito de sol que iluminase. Mientras, la valiente banda de música paseaba canciones variopintas. No dejó ni una calle del pueblo por recorrer. Los vecinos animaban aplaudiendo desde las ventanas o puertas.
Se acercaba la hora en punto, la una de la tarde. Las campanas repiqueteaban el aviso del peregrinar hacia la ermita. Esta se encuentra a las afueras del pueblo. Hasta allí nos acercarnos a pie, según la tradición; otros lo harían descalzos en pago de alguna promesa, y a los más impedidos les podían acercar en coche.
Lanzados los cohetes y la ermita abarrotada de gente cubriéndose en los soportales, comenzó la misa. El altar, cirios y candelabros estaban dispuestos hacia la mitad, bajo techo, claro.
De repente, lo que parecía mentira se convirtió en realidad, la lluvia cesó y un hermoso sol se plantó en medio del cielo. Todos los paraguas dieron por terminado su uso y fueron cerrados.
La misa prosiguió con naturalidad. A su término, el pendón, signo identificativo del pueblo, era abierto con destreza. Lo sostenían tres o cuatro fornidos hombres que lo agarraban con fuerza. Una vez desplegado, se inició la procesión alrededor de la ermita. El santo era llevado en andas por “los quintos”.
Terminada la vuelta, se asentó a San Tirso en medio de la campera. Así la gente podía aproximarse para tocarle, besarle, dar gracias y ofrecer limosnas.
El acto religioso había finalizado, los vecinos eran invitados a refrescos junto a una degustación de pastas de Boca de Huérgano, mi pueblo, pudiendo contemplar la actuación de los bailes regionales, bandas de música o tamborileros.
Fuente: Marien Del Canto Fernández
Fotografía: Marien Del Canto Fernández
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